“Dile a Dick que estudie la historia de las cinco repúblicas de Centroamérica. Son el ejemplo perfecto de la falacia moderna que presupone que la economía es la base de todo. En Centroamérica no hay economía: sólo bajas pasiones.”
— Aldous Huxley, carta a Naomi Mitchison, 1933.
Todavía no está confirmado, pero es posible que no sólo exista un único Darío Escobar, sino dos, quienes durante la mayor parte de la última década han creado muchas de las obras más características del arte contemporáneo en Centroamérica.
El primero, el más famoso, es el que a finales de los noventa cosechó un éxito inmediato gracias a su visión irreverente de los valiosos objetos barrocos de su Guatemala natal —generalmente relacionados con el imaginario católico—, al recubrir (y recuperar) objetos vulgares de la vida cotidiana con un baño de oro. Así, vasos desechables de McDonald’s, cajas de cereales, zapatillas deportivas y bicicletas estáticas, totalmente recubiertos por el halo resplandeciente del barroco guatemalteco, recorrieron uno de los caminos más transitados, pavimentándolo (casi literalmente) con oro: el camino que va de la comida rápida al gimnasio. Estos brillantes objetos decorados o estampados constituían una crítica elegante a la clase dirigente del tercer mundo de principios del milenio: cereales de Estados Unidos para desayunar, zapatillas Nike para correr, bicicleta estática en el gimnasio… Todo esto simbolizaba el estatus de la mis‑ma manera que los retablos barrocos, de cuyas técnicas se había apropiado, no solo durante la época colonial sino también todavía hoy en toda Latinoamérica.
En su serie posterior, Darío Escobar llevó más allá esta sutil pero aguda actitud crítica hacia el consumismo, mostrando la equivalencia entre la parafernalia deportiva y el imaginario religioso: recubrió objetos deportivos —tablas de surf, bates de béisbol, canastas de baloncesto, entre otros— con la orfebrería de plata característica de los altares barrocos de Guatemala. Al arrebatarles su funcionalidad cubriéndolos con la más sagrada de las armaduras, puso de relieve un hecho innegable no sólo en la sociedad guatemalteca o latinoamericana actual, sino en todo el mundo: los deportes son la religión de nuestra era; los deportistas (con su estilo de vida desmedido, en el que se contraponen la disciplina ascética y la ostentosidad) son el modelo a seguir para los jóvenes y sus accesorios son reliquias sagradas que merecen un altar propio.
Esta combinación de arte culto y arte vulgar fue irresistible para un mundo (concretamente el mundo del arte) que justo en ese momento estaba expandiendo sus horizontes para convertirse en el fenómeno “global” que hoy conocemos, incorporando a un gran número de artistas en lo que denominamos “arte contemporáneo”. Por consiguiente, la obra de Escobar era perfecta para un sistema artístico ansioso por “globalizarse” mediante la suma de artistas con “inquietudes globales” que, además, fueran capaces de transmitirlas utilizando la misma sintaxis contemporánea, por así decirlo, al tiempo que ponían sobre la mesa un lenguaje local apropiado para la ocasión (especialmente cuando se trataba de artistas que, como Escobar, estaban al margen del sistema económico mundial).
Dado que Centroamérica, como señala la cita de Aldous Huxley que pre‑cede a este texto, siempre se ha considerado una región situada “fuera” del sistema económico, razón de más para defender (y valorar) las pequeñas muestras de contemporaneidad que incluso regiones tan remotas eran capaces de crear. En otras palabras, estas obras de Escobar implicaban por sí mismas una fusión/cancelación de la distancia crítica entre lo moderno y lo premoderno de la misma forma que lo hacían las “maquilas”: sus materias primas (es decir, las ideas) eran locales, pero el diseño y el estilo eran “occidentales”.
Cautivados por el hecho de que un mundo que había estado cerrado se abriese de repente y les recibiese con los brazos abiertos, los artistas de la generación de Escobar no se dieron cuenta —al menos durante un tiempo— de que se empezaba a desarrollar un nuevo tipo de encasillamiento, que se afianzó con el paso de los años y que incluso en la actualidad sigue estando muy presente. El problema con este encasillamiento, conforme se iba haciendo más evidente, es que no era una degeneración o un error de lo “global”, sino una función propia del “arte global” tal y como había sido establecido: una caracte‑rística inherente al propio sistema.
Para entender cómo y por qué dicho encasillamiento no fue una des‑viación, sino una consecuencia lógica del modelo, debemos recordar la for‑ma en que se erigió el andamiaje de lo “global” como horizonte definitivo y como orden hegemónico en la región. Es decir, implica entender cómo se promovió lo “global”: incorporando nuevas temáticas y contextos de distin‑tos lugares y tradiciones a expensas de que éstos renunciaran a otras formas de expresarse o incluso a técnicas que podrían haber utilizado o preferido. Como cualquier otro sistema, el arte global requería un único conjunto de normas (una lengua franca) que regulase la circulación de los nuevos objetos, temas y artistas. Naturalmente, aceptar un único conjunto de valores por en‑cima de otros implicaba una homogeneización del tipo de objetos y artistas que podían cruzar la frontera. Para que el mundo del arte fuese global, el mundo en sí debía ser un poco más plano, y esto se hizo a costa de muchas de las narrativas nacionales o regionales y de la erradicación de cualquier tradi‑ción artística que no estuviera en consonancia con las corrientes mayoritarias que defendía la metrópolis.
Un buen ejemplo de este fenómeno lo encontramos cuando la última ola “global” llegó a las costas de Latinoamérica entre mediados y finales de los no‑venta. La narrativa hegemónica con la que la región entendía y organizaba su producción cultural se basaba en la diferencia fundamental que existía entre la identidad de la región y sus homólogos europeos y angloamericanos. Si, en general, los latinoamericanos formábamos parte de “Occidente” (signifique lo que signifique), éramos lo suficientemente diferentes como para afirmar que “nuestra tradición” tenía unos valores muy diferentes a los que se propugnaban en Europa. El motivo principal de tal diferencia era la modernidad. Herederos de dioses menores (Portugal y España) dentro del panteón europeo de naciones, los latinoamericanos apenas eran occidentales porque su modernidad es‑taba en tela de juicio.
Así, a medida que en 1992 se desarrollaba la “celebración” (sic) de los quinientos años del “descubrimiento” del continente, Latinoamérica se encontraba profundamente anclada en un paradigma cultural que hacía de su posición subalterna dentro de Occidente la seña de identidad de su independencia/autonomía cultural. Para ello, se destacaban sus diferencias. Situada en los límites de Occidente, Latinoamérica desempeñó fielmente el papel de espejo invertido (deformado): si Occidente era racional, Latinoamérica era naturalmente irracional; si Occidente era industrializado y materialista, Latinoamérica era rural y mística. En la simplificación binaria entre el Occidente moderno y su periferia primitiva, Latinoamérica fue (con orgullo) la última frontera: el epicentro de los sueños de Occidente (tanto los grandiosos como los desastrosos), el lugar donde se naturalizaron los sueños más descabellados y se concretaron las metáforas más disparatadas. La más célebre y perdurable de estas fórmulas fue, sin duda, la propuesta por el escritor cubano Alejandro Carpentier. De acuerdo con ella, los latinoamericanos eran de manera natural lo que los europeos habían soñado y, por lo tanto, eran mejor que ellos: si a los europeos les costó siglos soñar con delirios surrealistas, los latinoamericanos fuimos pioneros por‑que éramos ontológicamente surrealistas. Así fue como el subcontinente terminó, repentinamente, viviendo en un reino de “realismo mágico”.
Éste no es el lugar para realizar una reconstrucción detallada de cómo este autorretrato llegó a ser la versión hegemónica de lo que fue Latinoamérica —es decir, la forma en que se entendió a sí misma culturalmente a lo largo de más de cincuenta años—. Lo importante es entender que, en esencia, la definición de “realismo mágico”, que a finales de los noventa parecía muy restrictiva en su militancia modernista e injusta en su provincianismo, se convirtió en la manera más efectiva de vincular Latinoamérica con el canon occidental. La fórmula de Carpentier fue poderosa porque logró transformar el atraso y el subdesarrollo de la región en una ventaja: supuso una de las primeras declaraciones de independencia efectivas respecto al molde europeo, al proponer un posicionamiento particular en relación con dicha tradición. Como no formábamos parte de su tradición —¡qué osadía!— acabamos en el otro extremo, el de sus grandes sueños y deseos. De hecho, a mediados de los noventa, la fórmula parecía ya demasiado modernista y antigua porque, desgraciadamente, era antigua y modernista.
Así, para formar parte del discurso hegemónico global y enganchar su vagón a la locomotora de la “contemporaneidad” (es decir, reconocimiento, bienales, simposios, coloquios y retrospectivas por todo el mundo), los artistas jóvenes comenzaron a crear obras de conformidad con los discursos y las mo‑das de Berlín, Londres o Nueva York. Sin embargo, los críticos y los historiado‑res de arte empezaron a revisar las historias nacionales para centrarlas más en las similitudes con el canon hegemónico occidental que en las diferencias.
El problema con algunos dilemas identitarios propios de nuestro rincón de la periferia es que son tan perpetuos como inexistentes. Es decir: no podemos superarlos porque, al intentarlo, los reforzamos y adquieren una apariencia terriblemente precisa.
Lamentablemente, aunque son poco conocidos, su recurrencia no se debe simplemente a un problema de semántica. Por lo tanto, como esforzarse en erradicarlos es tan inútil como contraproducente (ya que sólo existen cuando se intenta eliminarlos), la mejor forma de lidiar con ellos podría ser determinar el grado de penetración de una serie de falsas dicotomías aparentemente insuperables.
Cualquiera que se haya aventurado por los caminos que unas pocas disciplinas académicas (históricas) han construido para reducir la brecha entre los márgenes de la civilización y la metrópolis cultural sabe que la complejidad de estas rutas se debe, casi exclusivamente, a que caemos una y otra vez en las mis‑mas pistas falsas creadas por las mismas falsas dicotomías que se han intentado derribar una y otra vez. Es un viaje exasperante: cuando uno cree que ya están “resueltas” y que las hemos dejado atrás, vuelven a aparecer en el horizonte ataviadas con el disfraz más llamativo del momento.
A juzgar por el lugar al que estos caminos nos han conducido inexorable‑mente —una dudosa “inclusión” a expensas de la “exotización”—, uno no puede evitar preguntarse si, debido al propio terreno que tratan de abarcar, todo el esfuerzo es infructuoso. Puede ser que las limitaciones inherentes a estas iniciativas provengan del hecho simple (pero devastador) de que la condición periférica se define como una trampa sin fin en medio de una confusa red de dilemas recurrentes: como un problema crónico que, paradójicamente, se ve reforzado cuando se intenta superar. Un examen crítico de nuestra posición nos revelará lo dudoso que es afirmar que “Latinoamérica” (sic) ha ganado terreno (es decir, “ha progresado”) desde que se trazaron los primeros caminos (aún sin pavimentar) hacia la inclusión; todo ello con el fin de encajar algunas de las produccio‑nes artísticas latinoamericanas más relevantes (en su mayoría procedentes del ámbito literario) en el canon occidental en la década de 1950. Puede que todo esto sólo fuera un mal comienzo.
Por estas razones, no nos debería sorprender reconocer los mismos defectos estructurales en la última “autopista hacia la metrópolis” creada por los historiadores de arte del establishment académico estadounidense hacia el año 2000. Presentada con una pomposa fanfarria sin parangón y con un estilo impecable (después de todo, las falsas dicotomías tienen, por definición, una apariencia más moderna), esta nueva ruta de inclusión en el canon occidental no sólo prometía una vía de acceso rápido, sino también un servicio de aparcacoches en la puerta de cada uno de los museos y colecciones más importantes de Estados Unidos. Y así, durante casi una década, solamente había que seguir el rastro de la fiesta, de gala en gala, para estar seguro de que estábamos (¡por fin, sin duda alguna!) dentro. Se mirase como se mirase, todo indicaba que lo habíamos logrado.
Pero, en medio de la celebración, olvidamos preguntar a dónde habíamos llegado exactamente y en qué condiciones habíamos sido admitidos. Fue un descuido sin mala fe. El hecho de que llegáramos en nuestras propias limusinas, con nuestros propios chóferes, y de que pudiéramos cumplir con el estricto código de vestimenta hizo que fuera casi inapropiado preguntar por los criterios de la invitación; habría sonado como si fuéramos unos rencorosos, ¿verdad?
Después de tantas décadas viendo los escaparates de las colecciones de los museos, resulta comprensible el entusiasmo ante la perspectiva de que nuestras “propias narrativas locales” se mezclaran y circularan entre aquellas que habíamos aprendido a admirar y a reconocer como las más fundamentales de la legendaria saga del arte occidental. Por primera vez éramos capaces de añadir un elenco estable de personajes a una telenovela conocida como la modernidad; un programa que sabemos que necesita urgentemente un nuevo guión o comenzará a repetirse, pero que, sin embargo, sigue siendo el mayor espectáculo en la escena occidental.
No cabe duda de que teníamos que celebrarlo mientras pudiéramos. Des‑pués de todo, no había que ir a otro sitio, a un barrio en el lado equivocado de las vías, cuando la fiesta terminaba. Estábamos en casa. De alguna manera, nuestro estatus había cambiado. Y eso significaba que, al fin, por primera vez, no hacía falta recurrir a anécdotas biográficas de algunas figuras famosas de la vanguardia —como el clásico: “¿sabías que Roberto Matta era en realidad chileno?», seguida de la inevitable: «¿y sabías que Raquel Welch es boliviana?”— para inscribir un puñado de nombres en la historia del canon occidental.
Es en este contexto en el que el arte latinoamericano alcanza su mayor estatus, con una nueva lista de celebridades elaborada casi en su totalidad a partir de las escuelas de posguerra brasileñas y venezolanas. Éstas reemplazaron a los mexicanos de siempre (los tres grandes del muralismo, además de la emblemática Frida Kahlo) y al representante de la región tropical, el cubano Wifredo Lam. Y, conforme el cinetismo venezolano y el concretismo y el neoconcretis‑mo brasileños se convertían en los nuevos estudios de casos hegemónicos en la región, Hélio Oiticica y Gertrude Goldsmitdt (Gego) reemplazaron a Diego Rivera y Frida Kahlo como nuestra pareja más influyente por excelencia.
Pero a medida que la primera década del nuevo siglo iba tocando a su fin, los síntomas de resaca de una fiesta que duraba ya diez años comenzaban a ser insoportables para algunos de nosotros. Uno empezaba a preguntarse a dónde nos había llevado esta última inclusión, a pesar de la forma en que había sido anunciada. ¿Hemos perdido realmente el “asterisco” por completo, o el aparca‑coches sigue dejando disimuladamente nuestro coche en la plaza para personas con discapacidad, mientras tomamos una copa en la gala del museo? El problema es que, al airear estas dudas, a uno lo toman por un aguafiestas paranoico: incluso pensar en ello se ve como una señal inequívoca del provincianismo que ese esfuerzo hacia la inclusión intentó superar con tanto empeño.
Pero al igual que no ser paranoico no garantiza que a uno no lo persigan, decidir no ver ciertas cosas no garantiza que no existan. A juzgar por la maraña de falsas dicotomías que impulsan algunos de los supuestos “logros espectaculares” en los círculos académicos tradicionales del arte latinoamericano y los dilemas existenciales en los que se malgasta gran parte de la vida y obra de los jóvenes artistas contemporáneos, rechazar sin más cualquier postura escéptica podría ser no sólo una muestra de provincianismo, sino, la clara demostración de que, una vez más, no nos hemos movido ni un ápice del lugar del que partimos. Todo podría haber sido, nuevamente, un imposible.
El problema hay que buscarlo en el mismo inicio del camino, ya que sus topógrafos y planificadores intentaron reemplazar vehementemente un paradigma por otro totalmente opuesto, pero no lo entendieron y perdieron así una valiosa oportunidad. Esta estructura defectuosa permanece intacta. Si hasta hace veinte años uno estaba harto del arte latinoamericano “exotizado” por su otredad, actualmente sólo se celebra que hemos estado en sintonía con las prácticas artísticas europeas y estadounidenses a lo largo del siglo XX. Mientras el extremo excluyente de la dicotomía trató de reivindicar un lugar en el discurso occidental enfatizando su “diferencia complementaria” —por ejemplo, la firme “otredad” de México como la definición misma de los límites del discurso occidental—, el extremo supuestamente incluyente de la dicotomía intenta entrelazar el arte latinoamericano con el discurso occidental destacando (y buscando por todos los medios) la continuidad entre ambos.
De esta forma, la nueva visión hegemónica del arte latinoamericano es, en lo que quizá sea el juego performativo definitivo, la (inversamente) “utópica”. Su argumento es simple: en el clímax del modernismo febril, los europeos producían “modelos utópicos” de izquierda y derecha que prometían una Arcadia moderna, donde el arte y la vida se volverían a unir. Entonces, de repente, lle‑gó la guerra y se descartaron los proyectos utópicos. Todo se fue al traste en Europa. Pero, de alguna manera, estas ideas llegaron a Latinoamérica, especialmente a Sudamérica, y como la región apenas se vio afectada por la guerra, surgieron de nuevo, aunque en su versión tropical. El suelo fértil, el clima cálido y la ingenuidad propia de la premodernidad facilitaron notablemente la adaptación de las utopías. Si en Europa eran experimentos limitados al interior de un invernadero, en este lado del mundo crecían libres. Sólo necesitábamos añadir agua. Así pues, el argumento para exigir nuestra inclusión en la trama principal del arte occidental estaba claro: teníamos que formar parte del canon porque éramos los herederos naturales, los portadores de los sueños utópicos forjados en la cima del modernismo.
Lo curioso de esta versión de la historia es que no hace falta ser filólogo para reconocer los rastros de algunas de las visiones más oscuras de Latinoamérica como un lugar “naturalmente salvaje”, que se materializan sin querer. Desde la creencia de que el Edén se encontraba en el continente americano hasta la representación de los hombres de estas costas como buenos salvajes, lo único natural de esta visión es que es una proyección de la metrópolis, igual que todas las demás, que hemos aprendido a rechazar porque fomentaban la “exotización”. Todo ello nos resulta extraño porque, desgraciadamente, lo es: se creó aquí (en Estados Unidos) y tiene, entre otros elementos, la huella indeleble de la política identitaria estadounidense.
No obstante, estos errores se mantienen porque ninguna de estas cuestiones parece preocupar a los gurús, que parecen felices transitando los caminos, liderando la marcha por una nueva y flamante carretera, y dirigiendo a nuestras hordas hacia el asalto final a la metrópolis. Parecen entregados a una guerra sin cuartel sobre si el público estadounidense está preparado o no para entender la diferencia entre Gego y Frida Kahlo. Un bando de esta (falsa) dicotomía cree que sí, que están listos, y se apresuran a presentar sus colecciones en una especie de tardía presentación de un esperanto de las artes visuales, que permite que cada gesto se considere parte de una metasintaxis de la alfabetización visual de rigidez geométrica. Después de todo, puede que sólo seamos una única familia de hombres (occidentales). El otro bando intenta argumentar que los estadounidenses no están preparados para entender tal inclusión; por ello, en este momento más vale prepararse y teñir de un color aún más oscuro las rayas del viejo tigre (es decir, crear espectáculos coloridos que atraigan al gran público), con el objetivo de asegurarse de que todo el mundo lo comprenda: al fin y al cabo, somos criaturas completamente diferentes.
Dejando de lado las esperanzas geométricas: ¿por qué es importante la opinión del público estadounidense en este asunto? Sinceramente: ¿podría ser ése el criterio definitivo para decidir cómo el arte latinoamericano es “incluido” en la gramática (supuestamente) universal de las artes visuales? ¿Por qué?
En este punto se hace evidente que, a pesar de su apariencia, la brillante autopista está construida sobre los mismos caminos de siempre. Por eso los hitos que vemos ahora nos resultan tan familiares. La última vez que nos adentramos en esta ruta fue en torno a la década de 1960, justo después del boom de la literatura latinoamericana, cuando creímos que el reconocimiento mundial y la celebración de una generación de nuestros novelistas significaba que finalmente formábamos parte del canon occidental sin el asterisco. Nos costó unos veinte años —cuando recogimos la última gran novela de Latinoamérica en el aeropuerto de Berlín y descubrimos que era de Ángeles Mastretta— darnos cuenta de que, a pesar de Borges, no estábamos “dentro” de la forma que queríamos.
Y lo que fracasó en el ámbito literario no fueron los escritores, sino los historiadores, los promotores culturales y los críticos literarios que llegaron jus‑to después, con sus excavadoras teóricas dispuestos a pavimentar y desvelar la “autopista al sur” (de París) de la época. El perjuicio a la región no lo causó la publicación en 1967 de “Cien años de soledad” en Buenos Aires, sino los veinte años de mala crítica literaria e historiografía que transformaron un gesto cultural de emancipación en una reivindicación metafísica, que terminó por convertir nuestra diferencia en algo ontológico. Por eso —hasta hace muy poco— si uno era latinoamericano, la única manera de que lo invitaran a las fiestas de las grandes editoriales era poniéndose un disfraz de Carmen Miranda.
El empeño en demostrar la pertenencia al mundo cosmopolita revela una ansiedad provinciana y corta de miras que ha contribuido a nuestra ilustre tradición de perder de vista lo realmente importante, un rasgo característico en nuestra búsqueda de la identificación. Con todo, el mayor peligro radica en la homogeneización y reducción de todo un conjunto de cuestiones en favor de una agenda que, por desgracia, no tiene nada que ver con “Latinoamérica”. Y lo que es más importante: intentar producir la historiografía latinoamericana a partir de este patrón es particularmente pernicioso porque ancla a la región en un atraso inherente que es, efectivamente, la mejor manera de no dejar atrás el asterisco.
Así como fue un error apostarlo todo al “otro intratable”, también es un error y una ingenuidad construir nuestra propia historia destacando únicamente las similitudes y las continuidades que tenemos con la civilización occidental. El encasillamiento, sin importar lo bonito que nos parezca el papel asignado, es restrictivo por definición y claramente injusto cuando se aplica a una región fronteriza como Latinoamérica.
Hace poco más de doce años, los artistas y críticos culturales de la región tenían buenas razones para estar hartos del margen tan estrecho del que disponía el arte latinoamericano en la escena internacional (entonces no de manera tan descarada). Utilizaron sus máquinas de escribir (poco después pasarían a los ordenadores) para denunciar las limitaciones de la etiqueta impuesta a la producción cultural latinoamericana como “realismo mágico o nada”. Claramente, algo fue muy mal en la negociación de los años sesenta y setenta, pero el giro radical hacia el extremo opuesto que estamos experimentando actualmente parece igual de restrictivo e injusto. Ambos extremos son ineficaces e inapropiados para describir los distintos ritmos y versiones de la modernidad que coexisten en una región tan vasta y heterogénea.
En cualquier caso, lo irónico no es que ambos generen la misma distorsión en la interpretación de los grandes fenómenos culturales de la región, sino que sean dos caras de la misma moneda; una moneda que hemos estado dispuestos a ofrecer, a regalar, con tal de ser incluidos en el canon occidental, intentando encajar, ya sea como el “otro” o como el primo no tan lejano. Al final, son el resultado de pensar, analizar e historizar la producción de la región en términos principalmente europeos: la creación cultural latinoamericana se valora en la medida en que “contribuye” a un marco histórico más amplio en el que deberíamos estar incluidos.
El problema está, como se ha dicho, en el punto de partida: cuando se empieza teniendo en mente a Europa como destino final, también se convierte en el origen. Pero ¿qué pasaría si dejáramos atrás la ansiedad de la inclusión? ¿Qué signi‑ficaría dejar de escribir la historia o de promover el entendimiento de la historia cultural de Latinoamérica como una sucesión de periodos o movimientos con “sabor europeo”, cuya única diferencia es el tipo de relación que establecen con el viejo continente (es decir, cercanía, proximidad o una completa alteridad)?
¿Es posible pensar en la historia y en nuestra legitimidad únicamente en dichos términos? ¿Qué consecuencias tendría? ¿Implicaría descartar a artistas que reconocemos como grandes maestros del arte latinoamericano —Borges, Oiticica y Gego, entre otros— porque (y sólo porque) contribuyeron a la gran narrativa occidental?
Por supuesto que no. No obstante, supone buscar la forma de que esos artistas sean relevantes para la región y también, digámoslo claramente, para sus propias tradiciones nacionales.
Sí, has leído bien: tradiciones nacionales.
Sin duda, todos estos artistas deben tenerse en cuenta, pero no necesariamente porque sean los “ejemplos modernos” más consumados de nuestra tierra, o porque representen una “variación” tropical interesante de un paradigma europeo. De hecho, esto quedará en segundo plano, como una perspectiva poco original per se respecto a Europa. Esta débil versión de la historia no es más que una colección desigual de epifenómenos mientras que la asombrosa condena subvertida de los logros del continente es tardía por naturaleza.
Por lo tanto, lo que estoy defendiendo aquí no es una nueva “epistemología”, como algunos comentaristas culturales intentaron proponer en medio de los excesos de la fiebre poscolonial de los años noventa. Mi propuesta no cambia las reglas del juego, simplemente sugiere las razones por las que podríamos jugar.
En la práctica, esto significa no sólo dejar de creer que la única manera de atribuir valor a los fenómenos culturales es medirlos tomando como referencia una narrativa occidental supuestamente monolítica. Visto así, el gran canon sería, literalmente, un canon musical en el que cada aria/etapa de “progreso” humano, como la “utopía”, se cantaría primero en Europa o en Estados Uni‑dos para luego repetirse, tres compases (o décadas) más tarde en Latinoamérica. Quiero pensar que somos algo más que un eco, y que la historia no es una cacofonía de espíritu hegeliano que marcha hacia el oeste.
En realidad, implica tener claro que nuestra legitimidad como región cultural no se basa en el logro de la “universalidad” sólo mediante la “canonización occidental”.
Si empezamos por recordar que defender la “universalidad” de un objeto en particular es algo muy diferente a reivindicar su carácter canónico, podríamos ser capaces de dejar atrás el asterisco de una vez por todas.
De esta manera, seremos capaces de abandonar falsas dicotomías como local versus universal: ¿alguna vez lo universal no ha sido local?
Debemos separar esos términos y la única manera de hacerlo de forma efectiva es mediante el análisis histórico y una historia crítica que se ocupe de nuestras necesidades históricas, que deben ser nuestra principal preocupación. Sólo entonces podremos escribir nuestra propia historia crítica, sin estar encasillados.
1) Espejismos
Puede que no haya paquetes más elegantes, brillantes o futuristas que aquellos en los que la nostalgia viaja de vez en cuando.
Tomemos, por ejemplo, la forma en que en ocasiones la llamada de lo salvaje, el encanto de la naturaleza virgen e intacta, llega a nuestras ciudades y se hace audible, dulcemente tentadora, incluso factible. En realidad, no es de extrañar que ahora, en lo más profundo de la era posmoderna, cuando la existencia atribulada oscila/vacila entre la solidez concreta de la red urbana y la virtuosa virtualidad de la existencia cotidiana, la llamada de lo salvaje siga siendo premonitoria. Y persistente. Después de todo, si la tragedia de lo virtual (en la que uno puede tener todo lo que quiera o estar en contacto permanente con cualquiera, pero sin que dichas interacciones signifiquen nada) es el marchita‑miento de la experiencia, entonces el regreso a la naturaleza promete justo lo contrario: su nuevo florecimiento.
Así, se establece un marcado contraste con el entorno de Facebook que nos envuelve, un medio que promete conectarnos potencialmente con “todos” (es decir, con cualquiera), independientemente de si tenemos algo que decirles o no; conectar con alguien ya no significa que haya que comunicarse con esa persona. Mientras, el regreso a la naturaleza virgen excluye cualquier experiencia que no sea la real. En ese sentido, “naturaleza virgen” y “experiencia real” (a diferencia de la virtual, falsa o limitada) son equivalentes, o al menos están relacionadas lógicamente. El resultado de esta equivalencia está, previsiblemente, expresado en términos de individualidad auténtica: uno debería retirarse a la naturaleza virgen porque es el lugar de la “experiencia real” y, por lo tanto, el lugar del propio autodescubrimiento. Estar en sintonía con la naturaleza virgen es estar en sintonía con nuestro ser interior y real.
Esta idea, por supuesto, no es nueva. Desde que fuera escrita por Wordsworth y compañía —en la sociedad en su conjunto, el poeta no es sólo el que siente y experimenta, sino que dichas emociones deben “recogerse con tranquilidad” para poder ser escritas—, ha incitado a generaciones enteras de europeos del norte y estadounidenses a tratar de “encontrarse a sí mismos” en la naturaleza. Para ello han desarrollado durante siglos una cultura (y su correspondiente industria) de vivir “al aire libre”. Si The North Face, Orvis o REI le tienen que dar las gracias a alguien por sus imperios para los amantes del aire libre en Norteamérica, no sería a Lewis y Clark, sino a Ralph Waldo Emerson o a Henry David Thoreau, quienes terminaron asegurando un espacio privilegiado para la naturaleza intacta en la psique estadounidense.
“En el bosque, volvemos a la razón y a la fe. Allí siento que no puede pasarme nada, ninguna desgracia, ninguna calamidad que la naturaleza no pueda reparar, y me dejo llevar. De pie sobre la tierra desnuda —mi cabeza bañada por la brisa apacible y eleva‑da en el espacio infinito— todo egoísmo mezquino desaparece. Me convierto en un globo ocular transparente; no soy nada; lo veo todo; las corrientes del ser universal circulan a través de mí; soy parte de una partícula de Dios (Emerson, 6).”
De hecho, como se ha comprobado en otras latitudes (más notablemente en Latinoamérica, como veremos), a pesar de todo su encanto varonil y su destreza sobrehumana, las aventuras de los exploradores no son suficientes para fomentar una cultura en la que la individualidad y la naturaleza sean interdependientes. Todo lo contrario: el explorador no trata de encontrarse a sí mismo en la naturaleza, sino que intenta encontrar algo para él en ella. En esta leve variación sintáctica cabe un mundo de diferencia o, mejor dicho, una era de diferencia: si el idealista romántico prefigura la conciencia ecológica posmoderna, el explorador encarna una versión incondicional de la modernidad. Y es precisamente esta relación antagónica con la naturaleza salvaje encarnada por el conquistador (la versión más primitiva del explorador) la que debemos poner en primer plano al reflexionar sobre nuestros inciertos terrenos tropicales.
Después de todo, fue aquí, en medio de una vegetación implacable y un terreno duro, donde durante más de tres siglos, explorador tras explorador—desde Hernán Cortés hasta José Celestino Mutis— encontraron gloria (y riqueza) con sus hazañas. Y fue aquí, sobre sus sombras desaparecidas, donde se estableció, implementó y desarrolló un proyecto cultural de dos lugares antagónicos: civilización frente a barbarie, la (disciplinada) ciudad de las letras frente a la naturaleza indómita e ingobernable. De hecho, si hay un rasgo de finitorio de la cultura latinoamericana es precisamente su complicada relación con su entorno natural.
Por esta razón, los silogismos que infieren la individualidad a partir del entorno natural, como los de Emerson y otros románticos, rara vez han sido expresados en estas costas. Y, cuando se ha hecho, han sido totalmente descartados.
La explicación histórica de tan marcada diferencia con Norteamérica tiene muchas facetas. En parte, tiene que ver con las peculiaridades de la “Reconquista” de la Península Ibérica —un proceso que culminó el mismo año en que los españoles llegaron a este hemisferio—, pero sobre todo con el hecho de que el Romanticismo fue la primera reacción al proyecto de la Ilustración que recorrió el norte de Europa y a la incipiente Revolución Industrial que le sucedió. Con casi un siglo de retraso (España no se industrializó hasta finales del siglo XIX), la versión del Romanticismo que llegó a la Península Ibérica ya era débil y anacrónica. Por esta razón, cuando finalmente llegó a estas costas era casi inexistente. El Romanticismo es quizás el más tenue, el más inaudible de los fantasmas de la modernidad que han visitado el continente.